Cuando te lo arrebatan, piensas en todo aquello que ha hecho por ti a lo largo del tiempo. Y te das cuenta de que es mucho más de lo que tus párpados pueden soportar. Y lloras. Lloras por no ser consciente todavía de dónde está. Lloras de la impotencia que te sugiere el no poder gritar, patalear, insultar y maldecir el infierno en el que se ha convertido tu día a día.
Tú sigues pensando que todo está igual, que no pasa nada. Pero en realidad es todo una mierda, porque falta algo. Falta algo muy importante. Falta el pilar más importante, el que sujeta todo el edificio para que no caiga. Ahora el edificio se cae. Se desploma, se destroza, destruye, desintegra. Y no haces más que pensar en lo asqueroso que es el mundo, el destino y todo lo que se ha llevado esa parte de ti.
Ya no podré hacer nada de lo que hacía antes. Ya no podré hacer nada sin acordarme del pedazo de mi ser que se ha llevado el destino. Porque todo lo bueno se acaba y en esta ocasión ha durado demasiado. Todo se torna oscuro en su ausencia. Decir adiós no basta, porque te dicen que nunca se irá. Solo espero que a la puta iglesia se le borre la sonrisa de la cara cuando vea que el día de la resurección no llega nunca. Cabrones.
Hasta siempre, jefe.
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