Tras un grito sonoro maldiciendo al despertador de cada mañana, se levantó: no había tiempo que perder. Acercó su rostro desaliñado a su doble hospedado en el espejo y se lamentó una vez más de lo mal que le sentaba la barba de tres días y cuatro noches. Cazó al vuelo una de las pestañas que le caían de las cavidades oculares y desperdició un minuto de su tiempo en disfrutar del pequeño placer que le creaba el cosquilleo de la pestaña al frotarla entre sus dedos. Esbozó una sonrisa momentánea seguida de un “qué idiota eres” y decidió pedir un deseo, a pesar de que todo ese rollo de la superstición se la traía floja. “Que salga un buen día” pensó, y salió a la calle como todas las mañanas.
Sabía bien lo que le tocaba hacer. La precisión y la sangre fría se antojaban ingredientes imprescindibles para la ejecución de su tarea. ¿La víctima? Uno de esos politicuchos que caminan con aires de superioridad y que poseen coches de alta gama conducidos por esclavos mileuristas llamados chófers.
Los altos mandos habían hablado. Tenía que ser algo rápido, doloroso, que reivindicara una vez más los ideales de su banda. La serpiente tenía que aparecer en el cielo de Madrid como si del símbolo empleado para llamar al famoso superhéroe murciélago se tratara.
Un disparo en la cabeza. Gritos. Sangre. Insultos varios… todo estaba dentro del plan. Las pupilas se le dilataban solo de pensar en lo que iba a ocurrir. Era algo grande, algo que pasaría a la historia. Las futuras generaciones hablarían del principio de una nueva era marcada por la independencia de unos colores, marcada por la unidad separatista de un trozo de tierra.
Repasó una vez más el plan que había establecido cautelosamente. El diputado realizaba todos los días el mismo recorrido: de casa al ayuntamiento, del ayuntamiento a la heladería, de la heladería a recoger a sus hijos, y de ahí a su casa de nuevo. Ese era el momento perfecto. Todos sabían que el diputado se negaba a acudir con guardaespaldas a recoger a sus hijos; no era su estilo. Tampoco era el estilo de Gabi, eso de matar con niños delante no molaba, pero no era él quien mandaba.
Siguió durante horas el recorrido del diputado y llegó el momento esperado. El diputado salía de la puerta de la guardería con un hijo a cada mano cuando se acercó Gabi. Sin mediar palabra sacó su pequeña Desert y apretó el gatillo ante el gesto de horror que portaban los caminantes.
Pero nada salió como se esperaba. En lugar de disparar una bala, del cañón del arma amaneció una pequeña bandera en la que se podía leer “un buen día”. Siguió disparando, pero no hubo respuesta. Todo se había jodido. Ya no podía hacer nada. Miró hacia ambos lados y trató de huir, pero era imposible. Lo había hecho a cara descubierta. Quería ser recordado.
A los cinco minutos se plantó ahí toda la pasma. La impotencia le había llevado a arrodillarse delante del diputado sin mediar palabra; su derrota era todo un hecho. Los agentes le esposaron y formularon las frases tópico que se enuncian en estos casos. Para su sorpresa, uno de ellos le dijo algo que jamás olvidará: Ha sido un gran día, ¿verdad?
Y entonces recordó su pestaña, su maldita conjura anti supersticiosa y la forma en la que había pedido ese deseo. Claro que fue un gran día, fue un gran día, pero no precisamente para él…